Aparato imprescindible en las "cocinas" de las barracas, el hornillo ayudó a un sin fin de chabolistas que sin él la vida les hubiera sido más difícil. Al ser pequeño, manejable y económico, retiró al peligroso y voluminoso brasero de los hábitats, y permitió cocinar con más rapidez los alimentos, dado que el poder calorífico del queroseno era superior al del carbón.
Para encender el hornillo había que calentar previamente el tubo de alimentación del quemador, lo que se hacía quemando alcohol en un pequeño recipiente metálico que había alrededor del tubo y debajo del quemador. Una vez calentado el tubo y, por tanto, el queroseno, se encendía porque el depósito estaba presurizado con aire que se inyectaba en él por medio de una bomba manual integrada en el depósito.
Su utilidad estaba demostrada, porque no sólo servía de fogón de cocina, sino para calentar los ladrillos que por la noche se embolicaban en papel de diario para poner en los pies, dentro de la cama, a modo de "bolsa de agua" y así mitigar el frío que se solía colar por las rendijas sin piedad alguna.
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