Capítulo XX
Mi madre solía decir que a la vida no se le podía pedir más de
lo que estaba dispuesta a dar, pero que
todo lo que le daba era más que suficiente porque eran cosas de las que
anteriormente había carecido.
Una máquina de coser donde antes había habido una aguja y un
dedal. Un par de quinqués donde antes vivieron unas velas. Una palabra amable
sustituyendo un empujón.
Quizá fuera una forma de pensar conformista, pero cuando se
vive a la mínima expresión se valora todo aquello que pueda sustituirla, aunque
solo sea por momentos.
Y es posible que por eso se juntara con mi padre y quizá por
eso también, rompieran migas.
Jamás les vi darse un beso, pero creo que les era prescindible.
Y comprendí que las
personas que saben esperar extraen más rédito que aquellas que trabajan a golpe
de ímpetu.
Un par de latas de aceite Ybarra, recortadas por la parte
superior y con las ansas de hierro, me
acompañaban a la fuente cada mañana, antes de ir al colegio. El trayecto no se hacía pesado, teniendo en
cuenta de que pasaba por la puerta del Grabao y con esa excusa podía ver a su
hermana, la Azucena.
Generalmente era siempre la misma hora y los mismos vecinos
los que hacíamos fila para llenar los cubos. Un pacto implícito.
Se evitaban así aglomeraciones, a no ser de que en el poblado
hubiera existido alguna cosa fuera de lo normal que necesitara de ser
comentado.
Comentado fue la visita de los “grises” a la puerta de la
barraca, con la denuncia de que allí se
ponía el sello del Generalísimo, en los sobres,
siempre de costado.
De aquella mi madre salió bien parada teniendo en cuenta su
fama de anarquista, fama que nunca ocultó, y que por el contrario pregonaba
siempre que podía: miliciana de la CNT/AIT en el frente de Cervera.
Alegó que quien ponía
los sellos a las pocas cartas que enviábamos era yo.
Que siendo un crío no lo hacía con mala intención.
Que el despiste y la ignorancia era lo que en mi prevalecía.
Y que a partir de ese momento quien pondría los sellos sería ella. Así, por separado, dejando que no se juntaran las palabras y acentuando los finales.
Que siendo un crío no lo hacía con mala intención.
Que el despiste y la ignorancia era lo que en mi prevalecía.
Y que a partir de ese momento quien pondría los sellos sería ella. Así, por separado, dejando que no se juntaran las palabras y acentuando los finales.
La pareja de grises hizo como si no se enterara; nunca se supo si por los gritos de mi madre o porque la
estancia allí, dentro del poblado, no era lo que más les convencía.
No se sentían a gusto, y a fe cierta que a los vecinos del entorno la presencia de los grises les intimidaba poco y les molestaba un mucho.
No se sentían a gusto, y a fe cierta que a los vecinos del entorno la presencia de los grises les intimidaba poco y les molestaba un mucho.
Jamás supimos quien hizo la denuncia, pero descubrimos que incluso
las sombras te podían delatar.
Fue otro de los
detonantes de que mi madre quisiera
marchar de allí.
Al Mochuelo, para su cumpleaños, le regalaron las primeras Chirucas
que vi. Para él también eran las primeras en estrenar. Aquello fue un salto
cualitativo en los deseos de los demás.
Las Victoria se nos quedaron pequeñas.
Mi madre encontró una faena estable radicada en Sants.
El compromiso era el
forrar diez abrigos semanales. Se habían de hilvanar y después coser. Yo los
recogía y los volvía a llevar acabados.
Aquello representó unas ganancias extras.
Cada sábado, bajaba por la montaña dirección plaza España
cargado de diez abrigos en mis espaldas. Destino calle Zumalacarregui, frente
la plaza de Huesca.
Allí se los quedaban, y me daban otros para efectuarles la
misma faena.
Siempre me esperaba a cobrar lo entregado, pero en ocasiones
me despedían con un una palmada en la espalda y un “ya lo arreglaremos con tu
madre”.
Cuando este era el caso, encajaba los diez abrigos en un
pañuelo hecho para la ocasión, dejaba dos aberturas a los lados, me lo ponía
como de mochila y enfilaba el camino de vuelta andando.
El ahorro de las
cuatro pesetas del 57, el tranvía que me dejaba a las puertas de las torres
venecianas, en la Plaza España, era sustancial. Cuando se las daba a mi madre para aliviar el
resto de la semana me miraba con sus ojos pequeños, ya muy usados por la aguja, y me daba un abrazo que yo sentía especial.
Los macarrones sueltos iban a 6 pesetas el kilo en la tienda
de los Antolín, en el colmado de la calle Hospital, tocando Ramblas.
Fue aquella una época de comer muchos macarrones.
Hay una figura muy triste para mí,la del paisano el cordobés.En aquella época tan gris, eran muchos los hombres que arrastraban su
ResponderEliminarimpotencia ante las circunstancias con la bebida,los malos tratos...
Fueron las mujeres,las madres, las que supieron sacar adelante las
casas y tratar de salir de tanta miseria.Por suerte no fue mi caso,pero
si,que aunque niño,observaba a esos hombres que olvidaban sus penas
con el "medio" de vino en la mano en la taberna.Fueron años muy ma
los para todos.Hay que comprender a tu padre y sus circunstancias,nun
ca justificarlo.
Saludos.
Miquel un relato magnífico, muy bien escrito, hay que ir preparando un libro!
ResponderEliminarMiquel, pienso que me hubiese gustado conocer a tu madre, como miliciana, una gran madre y una gran trabajadora que supo salirse de todo aquello solo con una aguja, una máquina y dejarse la vista de domingo a domingo. La crueldad de la época está reflejada en el sello, que para una persona que habia perdido la guerra y la libertat aquella insignificancia le sabria a rayos, pero para los vencedores era muy inportante.
ResponderEliminarLos mil trabajos de un chico, que a quien se lo digas hoy no se lo podria creer (yo agua no iba a buscar, pero carbón a las vias de tren si) que luego al llegar a casa me lo hacian devolver porque aquello era robado, y yo lo tiraba a medio camino porque si llegaba otra vez allí disparaban cartuchos de sal.El caso de tu padre no lo juzgo de ninguna manara, si que todos a nuestra edad veiamos a mucjos hombres beber vino, muchos, muchos...cosas de la guerra decian, pero en casa lo respetaban todo y a todos.
Gracias de nuevo, Miquel. Cuando escribes pedacitos de las vidas de las gentes de los años 50 me cuento entre uno de ellos.
Salut
Llevas mucha parte de razón BEN, mucha.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por estar.
Ahhh ¡¡¡, mi estimado AT, me da cierta cosilla, de verdad. Ya sabes que FC siempre me da un empujoncillo a que lo haga, pero es muy respetuoso y me deja a mi libre albedrío. Lo que pasa es que me parece muy repetitivo...no se.
Un abrazo muy grande y gracias por estar aquí...
salut
La idea del relato es esa JOSEP.
ResponderEliminarEmpecé escribiendo para mi, pero he ido poniendo marcas, formas , calles y recuerdos de la ciudad para que pudieramos ser partícipes todos.
Como tengo un pelín de memoria, la aprovecho antes de que se me distraiga, y se que, de una u otra forma, todos estamos dentro de nuestra historia.
Sólo deseo que la recordemos.
Un abrazote de categoría especial
salut
Com sempre, una lliçó vital. Un exemplum que no hauria de quedar inèdit.
ResponderEliminarGracies ENRIC H MARCH
ResponderEliminarMiquel
Solo puedo decir buena entrada del recuerdo.salut
ResponderEliminarPor lo de la luz Sinvergüenzas,
ResponderEliminarSalut JESÚS PECECILLO. Un abrazo
ResponderEliminarMiquel
Una preciosa forma de mostrar pequeños padazos de vida. ¡Me encantó!
ResponderEliminarSalut
Gracias ERRE ¡...sólo son detalles.
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