Foto La Vanguardia.
Por Jordi Martí. La Vanguardia
"...Es evidente que los edificios racionalistas tienen un gran valor histórico, especialmente en una sociedad tan barroca como la catalana, pero siempre se proyectan hacia el futuro. Exactamente como si la actitud propositiva que fundó el movimiento moderno mantuviera viva, todavía hoy, una capacidad crítica capaz de renovarse y adaptarse al presente. Desde la casa-bloc de Sant Andreu, que anticipa las necesidades de vivienda pública, hasta el pabellón Mies que, entre tanto edificio noucentista, sigue siendo el gesto más rotundo de modernidad en Barcelona. Una actitud que, sin duda, tendría que acompañar la transformación del recinto de la Feria de Montjuïc en la perspectiva del centenario de la Exposición de 1929 e, incluso, la ampliación del MNAC.
Del racionalismo siempre se ha destacado el equilibrio preciso entre forma (belleza) y función (utilidad), pero se tiene que añadir la tensión que provoca con el entorno.
Hay una pulsión crítica, política si se quiere, que necesariamente se proyecta adelante, cuestionando las interdependencias entre los ecosistemas sociales y naturales, si es que esta diferencia hoy todavía hace sentido. Es este el valor cultural de la Casa Gomis, que nace con la tenacidad de sus propietarios, Ricardo Gomis e Inés Bertrand, empleando más de cinco años en su construcción, y encargando el proyecto a un arquitecto, Antoni Bonet-Castellana, exiliado en Argentina que, pacientemente, resolvía los problemas constructivos desde una distancia oceánica y sin internet.
La belleza de la cubierta ondulada y la simplicidad constructiva resuelven las necesidades de una casa de veraneo que desde el principio fue mucho más que una segunda residencia.
Desde su inauguración, se convirtió en uno de los focos del despliegue de la vanguardia cultural de la época: la Casa Gomis se convirtió en un punto de agitación cultural en medio de la mediocridad del franquismo. El Club 49, John Cage, Montserrat Caballé, Alexander Calder, Antoni Tàpies, Magda Bolumar, Jean Comaroff, Joan Brossa, Conxita Badia, Joan-Josep Tharrats, Joan Miró, Jeroo Mulla o Robert Gerhard desfilaban por una casa que, como ellos, se adelantaba a su tiempo.
Sea como sea, la Casa Gomis deja ahora ser un espacio privado para convertirse en un equipamiento cultural público que tiene que garantizar la preservación del edificio y el mobiliario, abrirlo al público y a los expertos y, seguramente, como ya avanzaron las intervenciones artísticas de la bienal Manifesta 15, tiene que transformarse en un espacio de interpretación y reflexión que ponga en relación arte y naturaleza.
La casa sería un magnífico punto inicial de la visita a los espacios naturales del Delta del Llobregat, una manera sutil de mostrar a los visitantes que, si nos lo proponemos, hay maneras de encontrar equilibrios entre cultura y naturaleza que no acaben en la destrucción de esta última; o quizá podría ser un parque de arte público, que reconociera la belleza de la torre de vigía, un lugar perfecto para celebrar un festival de observación de aves como el que se celebra cada año en septiembre en el Delta de l’ Ebre; o un espacio complementario para el Sónar y la música experimental; o un territorio para tener artistas en residencia; o un espacio educativo para niños; o el inicio de un proyecto de recuperación de la arquitectura moderna de la zona y en particular de la casa Coderch, del antiguo campo de golf de El Prat.
Podemos contemplar la Casa Gomis como un vestigio del pasado, con la nostalgia de un mundo que se escurre, o pedirle, de nuevo, que sea útil para imaginar el futuro. Hay edificios que llevan inscrita en su ADN esta función prospectiva.
Tres ideas contemporáneas resuenan en la Casa Gomis como vestigio de un futuro recobrado: la primera, la necesidad de unas élites preocupadas por algo más que la acumulación de beneficios; la segunda, que menos es más: la contención como instrumento de progreso justo; y la tercera, el compromiso con el entorno, que ahora no puede ser sino compromiso con la preservación del lugar y sus ecosistemas, donde la Ricarda se erige como un espacio de esperanza y resistencia ante los sueños monstruosos del crecimiento por el crecimiento. Así, si combinamos las tres ideas, quizá, quién sabe, nos damos cuenta de que un aeropuerto con más de 70 millones de viajeros no es la mejor opción para un lugar tan cargado de futuro..."