No me siento representado. A quien entregué mi confianza con el voto, me defrauda; los otros, me dan miedo.

viernes, 21 de noviembre de 2025

Ernerts Lluch. En memoria a uno de los mejores. Veinticinco aniversario.

 La Vanguardia 21-11-2025

Barcelona

Un sabio apasionado por la política

Se cree que el tiempo todo lo borra y difumina. También el paso de las personas se diluye en la memoria personal y colectiva de forma sutil y selectiva. El recuerdo de Ernest Lluch ha perdurado al cabo de un cuarto de siglo desde que fuera asesinado en el garaje de su casa un martes 21 de noviembre del año 2000.

El Ayuntamiento de Barcelona acaba de poner su nombre en un CAP, hay calles y plazas dedicadas a su figura, también un instituto público en el barrio de Sant Antoni de Barcelona, una fundación creada para preservar y difundir el legado intelectual, político y humano del que fue catedrático de Economía de la UB, historiador, ministro y divulgador cultural. Es una pena que el Gobierno valenciano haya eliminado su nombre de un centro de salud en Elche, él que había dado clases en la Universidad de València y era un puente de concordia entre catalanes y valencianos.

Tuve el privilegio de hablar con él cada semana en los años en los que publicaba un artículo semanal en La Vanguardia. La noche antes de caer asesinado por ETA le acompañé a su casa como hacía cada lunes después de la tertulia en el programa Café Baviera, que dirigía Xavier Bosch en RAC1. Nos deteníamos unos minutos en la esquina delante de su domicilio, en la avenida de Chile, y prolongábamos la conversación sobre política, sobre el Barça y sobre las horas que pasaba recluido en alguna biblioteca o archivo buscando material para sus libros.

Lluch era una persona muy cultivada que tenía criterio propio sobre casi todo. Era un hombre divertido que desplegaba una curiosidad universal y, a la vez, interesado en los detalles concretos de la historia y de las gentes. Escuchaba, pero también hablaba con desmesura porque de su cultura humanista salían todo tipo de temas y razonamientos.

Fue ministro de Sanidad en el primer gobierno de Felipe González, en 1982, impulsando lo que sería la sanidad pública universal para todos los que vivían en España. Su paso por la política no era para asegurarse un modo de vida, sino para hacer un trabajo y luego regresar a sus tareas académicas y de investigación histórica. Conocía las grandezas y las miserias de la política, y prefirió recuperar su libertad para analizarla con el criterio propio que le caracterizó. Si tuviera que citar cuatro rasgos que le definían, diría que fue catalanista, militante del PSC, federalista y dialogante.

Su talante no era nunca vulgar y siempre tenía un punto de erudición. Recuerdo que un día cité en un artículo a un historiador húngaro, Istvan Bibó, y me envió una nota con aquella letra suya ordenada, pulcra y amical en el que me mostraba su sorpresa por haber detectado a aquel autor porque pensaba que en España era un secreto solo compartido por Miguel Herrero de Miñón y él mismo.

En sus investigaciones sobre los catalanes vencidos del siglo XVIII removió archivos y documentos de la época. Conocía lo que había en las bibliotecas de Viena y se desplazaba por pueblos de Catalunya donde quedaban huellas de los austriacistas, visitó Oliana, la villa donde nació Vilana Perles, el hombre fuerte del archiduque Carlos, que se fue con él a Austria, donde le siguió sirviendo como leal colaborador.

Ernest Lluch era un intelectual al que le apasionaba la política, un economista que estudiaba historia, que investigaba y que tenía una enorme curiosidad por todo lo que afectaba al país. Su ironía cáustica le llevaba a ser implacable contra los que querían imponer criterios o tesis irracionales. Sus diferencias con el partido al que pertenecía las expresaba en privado, pero tenían un fuerte calado de sentido común.

Era persona vinculada a Valencia y al País Vasco. Decía que los vascos nos complicaban la vida y citaba a Savater, Mayor Oreja, Pradera, Unzueta, Juaristi, Arzalluz... Todos nos dicen lo que tenemos que hacer y pensar. Al no coincidir y pelearse entre ellos, siempre acabamos teniendo problemas los demás.

Sabía mucho de música y de literatura. Y también de fútbol y del Barça. No era nuñista, pero tampoco gasparista, porque entendía que el club más emblemático de Catalunya necesitaba una regeneración que hoy posiblemente diría que no se ha producido todavía. Se había presentado en la candidatura de Lluís Bassat.

Iba regularmente al Camp Nou, podría decir religiosamente, aprovechaba para hablar con la peña de amigos, llevaba un libro por si se aburría, silbaba si lo veía necesario y construía un discurso sobre el club, los jugadores, los técnicos y la directiva.

Tenía un piso en San Sebastián y compartía lealtad con el equipo guipuzcoano y con el Barça. Luego supimos que era accionista de la Real, aunque muy minoritario.

Me contó que paseando un día por la Concha se encontró con el cardenal Suquía, jubilado ya, que también caminaba por la avenida de los tamarindos. Conversaron unos minutos. Más tarde, por la misma avenida, avanzaba el obispo Setien, con quien habló otro rato. Es curioso, me decía, que entre ellos dos no se hablaban prácticamente por tener puntos de vista contrapuestos sobre el conflicto vasco, y él podía hablar tranquilamente con ambos.

¿Por qué ETA asesinó a Ernest Lluch? Porque estorbaba y era un puente de diálogo entre vascos y españoles, entre los vascos y también entre catalanes y vascos. Se puede relacionar su muerte con aquel grito mitinero en San Sebastián durante la tregua de 1999 cuando en una plaza de Donosti se encaró con cientos de abertzales y simpatizantes de ETA: “Gritad, porque mientras gritáis no mataréis... No saben que han cambiado las cosas, que ha llegado la democracia y la libertad a este país... Estas son las primeras elecciones en las que no va a ser asesinado nadie”.

En la conversación que tuvimos la víspera de su asesinato le sugerí que no fuera a San Sebastián durante el fin de semana. No sospechábamos que en las próximas horas caería a pocos metros. Lo mataron porque se expresaba con racionalidad sin que nadie tuviera que renunciar a sus propias convicciones.


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