En las postrimerías
de mil novecientos cuarenta, contaba Juan Domingo nueve años.
De los sucesos que pudieron acontecerle desde su niñez hacia
esa fecha no queda constancia alguna, solo se sabe que su padre
volvió a la Calabria italiana, en busca de su primera mujer, y
que se despidió de él dándole un abrazo. Juan
Domingo supo desde ese instante que jamás volverían a
encontrarse.
En aquellas tierras los
acontecimientos no se prodigan con frecuencia, si bien, cuando se
produce alguno, queda grabado en la mente de los hombres. Juan
Domingo fue testigo de uno de aquellos avatares, que a la postre, le
marcaría para toda la vida.
En los trópicos
se dan situaciones que en otras latitudes serían imposibles de
reproducir : el insaciable apetito de las termitas, la expoliación
de los durazneros por la oruga verde y amarilla, el
escarabajo/rinoceronte que hace frente al ser humano protegiendo a
sus crías, el sonido perfectamente audible de la hormiga negra
cuando pasa por el sendero en compañía de otras
miles...Y así un innumerable número de cosas
generalmente relacionado con el mundo animal. A decir verdad, Juan
Domingo era un experto en ese mundo, de modo que sin temor a
equivocarse discernía un trino de otro, encontraba ranas donde
por seguro nadie hubiera podido hacerlo, o cogía las abejas
con el dedo indice y pulgar sin causarles la mayor presión y
exploraba sin titubear el perfecto habitáculo construido por
el pájaro hornero. Era sabido que el mejor tiempo para esas
incursiones se daba siempre en primavera; quizá la temperatura
y la humedad hacían un dúo perfecto.
Fue en una tarde de
aquellas, ante un preludio de lluvias, cuando Juan Domingo llevando
un balde en cada mano partió en busca de agua. Tenía un
trayecto que sino largo hasta la fuente, era lo suficientemente
dificultoso como para tomárselo con calma, las fuerzas estaban
medidas. Podía sin embargo, dejar la puerta del barracón
abierta; desde donde estaba la fuente se distinguía con
claridad, aunque de lejos, el perfil de la vivienda, no había
nada que entorpeciera la visión del terreno.
Su casa estaba formada
por cuatro paredes de madera de pino -que cada año se pintaban
con pintura sobrante de barco, generalmente de tono verde-, no era
más que un rectángulo con una puerta en medio, de tal
manera que ejercía de entrada-recibidor-cocina; a ambos lados
y por tablones laterales, unas nuevas aberturas daban paso a dos
habitáculos opuestos, sin más pretensiones que las de
querer aparecer como habitaciones. El suelo, de tierra prensada, se
convertía en barro si subía mucho el caudal del rio,
que surcaba no muy lejos. Poco que decir en cuanto al cuarto de baño,
no era visible desde ningún punto de vista, sencillamente
porque no existía.
II
La provincia de Buenos
Aires es tan horizontal que si la vista del ser humano alcanzara el
infinito, lo vislumbraría. Juan Domingo vivía a las
afueras de la Gran Capital. Por aquellos lugares, las viviendas se
sometían a las mismas reglas simétricas que en el
“centro”. Había espacio y estaba reglado de manera que las
superficies se contaban por espacios cuadrados de cien por cien
metros, acabando el chaflán en forma de ángulo recto.
Las pocas casas que se divisaban eran vistas de lejos con total
nitidez.
Nada más cruzar
la zanja que separaba lo que se intuía debía ser la
acera de la polvorienta calle, sus ojos divisaron una nube que iba
creciendo por momentos. Extrañado, dejó los baldes en
la tierra -dos latas vacías y limpias que otrora habían
contenido aceite Ibarra, de cinco litros y asas de alambre-, y se
limitó a esperar. En realidad no era propiamente una nube, se
percibía, aunque imaginariamente, unas líneas por ambos
lados, dibujándose perfectamente la parte superior. Todo ello
daba la sensación de un rectángulo avanzante. Juan
Domingo agarró unas piedras del suelo y sin prestar demasiada
atención comenzó una especie de tiro al blanco contra
los ruidosos recipientes que después habrían de
albergar el agua. Sus ojos estaban puestos en el horizonte. No se le
hizo larga la espera; la nube se le venía encima. Una pequeña
avanzadilla compuesta por miles de mariposas pasaba sobre su cabeza.
Las más la esquivaban, otras chocaban contra su cuerpo y
proseguían su camino. Juan Domingo se daba cuenta de una
cierta anormalidad normal, pero mientras meditaba sobre tan extraña
circunstancia, lo que fue en un primer momento una manifestación
de colores se iba convirtiendo en un espectáculo agobiante.
Ahora todo empezaba a nublarse, no intentaban esquivarle,
sencillamente no podían. Cada mariposa se trasladaba en un
minúsculo espacio, perderlo significaba golpearse con otras,
extraviar su capa de polen, caer a tierra y morir en el polvo de la
calle. Juan Domingo aguantó. Se protegía los ojos con
las manos. Dejó trascurrir el tiempo, lo único que
poseía y estaba dispuesto a regalar.
Jamás pudo
comprobar con seguridad las horas pasadas de pie. Se sabe que Juan
Domingo comentó una vez, -poco antes de morir-, que cuando
pasaban las últimas mariposas el sol estaba desapareciendo.
Se acostó aquella
noche con la conciencia de que algo no funcionaba, sin saber a
ciencia cierta el que. Apagó su quinqué de keroseno y
comenzó a pensar. ¿ Dónde se podía
encontrar el error ?, ¿ Había algún error ?, ¿
No era la Naturaleza un compendio de sabiduría ?.
Fue como todos los días
al colegio. El Plan de Alfabetización impuesto por el Dr.
Illía -a la postre uno de los pocos presidentes elegidos
democraticamente- , funcionaba a base de hacer tres turnos diarios:
de ocho a once, de once a dos y de tres a seís de la tarde.
Juan Domingo siempre prefirió el matutino, tenía más
ventajas. Formar filas, enarbolar la bandera y cantar el himno eran
quince minutos menos de clase.
Por supuesto no comentó
con nadie lo sucedido el día anterior, quería guardarlo
como un secreto por ahora indescifrable.
Su curiosidad fue en
aumento. De tal manera que averiguó por doña Flora, la
maestra, donde estaban los libros que a la postre, le sacarían
de la duda.
Doña Flora, en
realidad se llamaba Doménica Sfito. Hija de inmigrantes
italianos, ni su nombre, ni su apellido, iban en su ayuda.
Como siempre, doña
Flora sacó del apuro la curiosidad cada vez más en
aumento de Juan Domingo. De tal manera que averiguó la
dirección de la biblioteca más próxima, la
Domingo Faustino Sarmiento. Si -hijo mío-..No...está
cerquita. No más de siete manzanas de acá. En Matanzas,
entre Laprida y Coronel Allende... Decile que vas de parte
mía....Buscá primero por insectos, por lepidópteros
después y más luego y solo al final, por mariposas.
Doña Flora estaba
presente en todos sus actos. Era corpulenta, más bien obesa y
sus andares parsimoniosos le proporcionaban esa seguridad de saberse
protegido. No había podido darle nietos a sus padres. La
descendencia que era lo que más deseaban todos aquellos
emigrantes venidos de la lejana Europa, convencidos de que de esa
manera sus apellidos se repetirían eternamente en la nueva
tierra como no lo habían podido hacer de allá donde
partieron.
De todo lo referente a
esos animales voladores averiguó Juan Domingo, pero no el
porqué de esa locura colectiva hacia una dirección
determinada. De todas formas, no le fueron por demás las
sesiones de biblioteca. Con el tiempo llegó a trabar amistad
con don Armando, bibliotecario según él, a punto de
jubilarse, pero sin saber a ciencia cierta cuando se le cumplía
la edad del retiro. Diez años más tarde aún
alcanzó a aproximarle La Condición Humana.
III
Muchas tardes las
dedicaba a descifrar lo que ponía debajo de algunas fotos.
Textos mandados borrar por orden de algún general, que quiso
hacer desaparecer las infortunadas obras del anterior. El general
sucesor obligaba a poner su foto en el lugar donde anteriormente
estaba el ahora derrocado. En muchas ocasiones, la foto del
mandatario, la vendían en la escuela. En otras bastaba con
recortar la foto de la cara con su correspondiente gorra de general,
de los diarios.
De aquel período
guardaba sus mejores recuerdos Juan Domingo.
Cuando salía de
la biblioteca, sobre la seis de la tarde, se dirigía con
presteza a la panadería del “gallego”, buen tipo donde los
hubiere, y allí ayudaba a la masa del pan del día
siguiente.
-¿ Cómo
siempre, don Manuel ?
-Como siempre Juan
Domingo...Ponele un saco de harina por cada cincuenta baldes de
agua.
Andá, no te
cansés, hacelo despacio...Tenés tiempo de sobra.
A eso de las once de la
noche la masa estaba ya hecha, habían hecho falta tres sacos
de harina. Mientras don Manuel preparaba más leña para
el horno y acababa de perfilar los últimos pedidos llegados
por la tarde, Juan Domingo iba en busca del agua. Esta no era fácil
de conseguir, una bomba manual en el fondo de la finca proporcionaba
toda la necesaria, pero era dura de manejar y los últimos
cubos ya no eran tan fáciles de llenar como los primeros. El
trasporte tampoco era el mismo; don Manuel lo sabía, en
realidad, don Manuel lo sabía casi todo, la panadería
daba para ello y para mucho más de lo que uno mismo se podía
imaginar, así que en los últimos trasiegos siempre caía
alguna dádiva en forma de pastelillos del día anterior.
Hacia la medianoche Juan Domingo se llevaba un peso, un kilo de
facturitas del día anterior, dos panes y el estómago
lleno. Se portaba bien don Manuel.
IV
A los once años,
Juan Domingo acabó el primario. Sabía leer, escribir,
las cuatro reglas y situar correctamente las catorce provincias de la
república. Dona Flora, la maestra, le rogó que no
dejara por menos que pudiera, de ir a la biblioteca. No sabía
que había hecho un pacto tácito con don Armando. A
cambio de ayudarle a colocar los libros del día anterior, don
Armando le continuaría enseñando historia, sobre todo
historia. Se dice por ahí que en muchas ocasiones se divisó
la figura de don Armando descolocando los libros de los anaqueles y
depositándolos sin ningún orden sobre la mesa de la
biblioteca.
Pasaron tantos días
que fueron fabricando años y estos acompañaron a Juan
Domingo.
Por ese entonces
trabajaba en el “centro”. Ayudante de ferretero. Las tardes, a
partir de las seis, eran para don Manuel.
El “centro” era otra
cosa. Dos horas de tren daban para mucho. Charlar de lo cotidiano con
los habituales. , una cabezadita, o simplemente acabar de leer lo que
don Armando le había prestado la semana anterior. Ahora la
frecuencia de visitas a la biblioteca se había alargado, pero
la relación con don Armando era tan sólida que este le
dejaba los libros durante el tiempo que necesitara. Don Armando era
de la vieja guardia y Juan Domingo representaba para él ese
varón que siempre deseó tener. Si, tenía dos
hijas, pero el ritmo del tango siempre lo marcaba el varón.
Lomás de Zamora,
Lanús, Gerli, Avellaneda...Se aminora la marcha en busca con
el empalme de la línea de Quilmes, en el encuentro se nota el
acelerón. Acá el estadio del Independiente un poco más
allá el del Racing...Por fin el puente Bosch sobre el
riachuelo; La propaganda de las salchichas Negrita daban paso al
pestilente olor de la bocana, en donde el agua parecía que
jamás se habían movido desde la creación del
mundo...Constitución en diez minutos...
Le costaba levantarse
del asiento. La madera se le quedaba clavada después del largo
trayecto. Con los últimos resoplidos de la Mikado 141, el
anden de Constitución se acababa llenando de humo. Ya en la
estación se dirigía con paso rápido a la salida.
Cruzaba el amplio recinto donde se anunciaban las salidas y las
entradas de los trenes y se dirigía con paso rápido a
la ferretería donde trabajaba. Llegar cinco minutos tarde
podía significar una boleta y el inmediato despido.
V
Hay quien afirma que fue
por aquella época el comienzo de su despertar. Del físico
no cabía duda. En cuanto a sus ideas, bien pudiera, o pudiera
ser la entrada por méritos militares, de los militares. Desde
su memoria, recordaba el general Onganía, cuyos méritos
no fueron otros que mandar la división acorazada y colocarla
delante la Casa Rosada con el consiguiente cambio de foto. A algunos,
los menos, se les pasó por la cabeza la influencia que ejercía
don Armando en su progresión intelectual. Juan Domingo no
poseía ningún título, pero las horas de lectura
no fueron baldías. No se equivocaba al pensar que ningún
cambio sustancial había penetrado entre los obreros. Pobre
Lanús, siempre la misma miseria, el mismo barro haciendo
idéntico surcos, los mismos miedos a las mismas entidades.
Don Armando le dió
la oportunidad de poder asimilar a los precursores : Babeaf, Sant
Simón, Owen, Sismondi, Cabet...A los que siguieron a los
precursores, Blanqui, Proudhon, Bakunin...Y a los que siguieron de
los que siguieron a los precursores: Marx, Engels, ...Utilizaba en
racionamiento hegeliano cuando participaba en escaramuzas
dialécticas, ora en el trayecto del tren, ora con los
compañeros de trabajo.
Juan Domingo nunca supo
de donde salían los libros que le prestaba don Armando, aunque era
sabido que en las bibliotecas no existía ningún
compendio de doctrina que pudiera herir el sentimiento de los siempre
dispuestos salvadores patrios.
Al llegar la noche,
después de acabar con el trabajo en la panadería, y a
la sombra de los consejos de don Manuel, seguía las letras de
“La Nación”. La luz del quinqué proporcionaba al
diario un amarillento y opaco brillo, y hacían moverse las
letras incansablemente. Fueron muchas las veladas en las que el
periódico se quedó sin cerrar. Juan Domingo madrugaba y
el cansancio se apoderaba de él. A pesar de todo, se aferraba
a la idea de nuevos cambios a través de conquistas sociales y
revoluciones permanentes.
Pero los sábados
era todo diferente. A las tres salía de la ferretería
sin comer, dispuesto a ganarle tiempo al tiempo y coger el
ferrocarril de las cuarenta y cinco. Directo hacia la estación.
Sobre las seis ya estaba dentro de la palangana. El baño era
un ritual que no podía dejar pasar.
Primero la cabeza. El
cuello, los brazos y las piernas después, y finalmente los
talones. Esperaba la noche. Enfundado en la camisa limpia y los
pantalones planchados, se dirigía hacia la esquina de
Cotagaita y Aguilar. El motivo no era otro que la tenencia de una
bombilla mortecina suspendida de un poste eléctrico, que visto
desde la lejanía, más parecía la luz de una
luciérnaga que no el tendido del alumbrado público.
Allí solían
sentarse, cuando lo permitía el buen tiempo, parte de la
vecindad. Si había suerte, don Edmundo se traía el
bandoneón. ¡ Qué bien tocaba ¡ -pensaba
Juan Domingo-.
VI
Don Edmundo era fiel
seguidor de Anibal Troilo “Pichuco”. Le gustaba repetir sus
partituras hasta la saciedad. Nadie se cansaba de escucharlo. Pero no había nadie que no supiera tenía una pieza como preferida, que no
era de Troilo, era de Discépolo. Cambalache. La letra se la
aprendió Juan Domingo de memoria, y cuando el sábado,
si había suerte, don Edmundo daba los primeros compases, Juan
Domingo se enzarzaba en la letra: “Que el mundo fue y será
una porquería ya lo se, en el quinientos diez y en el dos mil
también”. Cuando llegaba a la estrofa “Siglo vente
cambalache, problemático y febril”, el resto del personal
presente rezaba por lo alto” el que no llora no mama y el que no
afana es un gil”. A partir de ahí continuaban con la canción
acompañando a Juan Domingo...” No pensés más,
echate a un lao, que a nadie importa si naciste honrao”. El final ,
el de siempre. Vivas a don Edmundo y aplausos para Juan Domingo.
Si la suerte era esquiva
y por lo que pudiera ser no aparecía don Edmundo, Juan Domingo
se erigía como líder orador. Les explicaba lo que
significaba la compra venta del trabajo, moneda como relación
de cambio, la forma precio, el dinero como forma de pago, la teoría
de la plusvalía...Les decía que la clave de la Historia
era solo económica, que el patrono pagaba trenta días
de vacaciones a cambio de trescientos trenta y cinco mal pagados. Que
el capitalismo no habría dado nada altruistamente, que por si
el fuera, aún estarían los niños en las minas,
junto a sus madres.
Comúnmente se
hacían las doce o la una de la madrugada. La gente cansada se
despedía con la conciencia de que el orador tenía mucha
parte de razón. Mañana era domingo y había que
aprovecharlo.
El día de asueto
pasaba rápido. Visita a casa de don Armando por la mañana.
Allí le esperaba el desayuno, galletas con mate; se devolvían
libros, se cogían otros y se comentaban cosas en compañía
de sus dos hijas, siempre atentas a las evoluciones del invitado. Que
si estás cómodo. Que si sentate acá. Que si
quedate a comer. Les explicaba la situación de la clase
trabajadora en la capital y les comentaba la situación
reinante. Ellas se quedaban mirándolo fijamente, y Juan
Domingo pensaba, entre oración y oración, que si
tuviera que elegir entre las dos no sabría escoger.
Se encontraba a gusto,
pero la visita a casa de don Manuel era ineludible. La puntualidad
era una de las cosas de que presumía, en un país en
donde llevar reloj significaba llegar tarde a todos lados. Después
de la ritual despedida y con la conciencia de quien se deja algo,
Juan Domingo se dirigía directamente al almacén de don
Manuel. Un cuarto de hora. Agarraba de un tirón la avenida de
Roma, cruzaba Chascomús, Olano, Bulevar de los Italianos,
giraba por Aguilar e iba a buscar Cotagaita. Cuando faltaba por
recorrer la última calle, Pucho, el perro del panadero, salía
a recibirle dejando tras de si una capa de polvo. Juntos caminaban el
resto del trayecto. El portalón por donde se descargaba la
harina estaba siempre entreabierto, Pucho se encargaba de la
vigilancia. Era como un reloj. Se sabía el día de los
descargadores, conocía a la clientela e intuía quien
andaba con afán malintencionado. Nadie en son de guerra
hubiera entrado al patio emparrado del almacén. Encalado de
blanco, estaba cubierto por una cepa, orgullo de doña Celia,
la mujer de don Manuel, quien afirmaba con rotundidad que la parra
era una variedad “loureira”, pariente del “albariño”,
y que ese tipo de uva solo se daba en su pueblo. Que ella era de Lugo
y que Lugo quedaba muy lejos.
Como se anda doña
Celia, preguntaba al entrar, Juan Domingo. Buenas tardes, te
estábamos esperando, respondía la mujer de don Manuel.
Se sentaban a la mesa y la primera pregunta era sobre la salud de don
Armando, viejo conocido y vecino, a sabiendas de que venía de
allí. - Bien, le andan algo flojas las piernas, respondía
Juan Domingo.
Y entonces, doña
Celia, invariablemente soltaba un suspiro para volver a responder:
-Al fin de cuentas tiene suerte, con dos mozas a su lado, y volvía
a la carga ante la desesperación de don Manuel. -Si tan solo
hubiéramos podido tener un hijo...Durante la comida, Pucho se
encargaba de hacer olvidar los pesares de doña Celia. Y esta
explicaba lo que Juan Domingo ya tenía por sabido, las
montañas de su pueblo, el agua de su pueblo, el clima de su
pueblo...La distancia le hacía idealizar aquellas tierras que
añoraba y que ya nunca jamás volvería a pisar.
En alguna ocasión se imaginó ver en las mejillas de
doña celia, un halo de humedad. Al llegar a esta situación,
Juan Domingo le comentaba a don Manuel la necesidad de adelantar el
trabajo de mañana. Mera excusa bien recibida por los cuatro,
Pucho también notaba la falta de alegría. El domingo
era un día en el que se acababa antes el trabajo. Don Manuel
admiraba aquel niño que se fue haciendo adulto a su lado. Era
rápido, eficiente y amable, pero lo que más le
sorprendía era su dominio del diálogo. Siempre estuvo
creído de haber sido su único maestro y eso le llenaba
de orgullo. No sonaban las once de la noche, cuando Juan Domingo se
había despedido. Atravesaba el patio y ponía la tranca
al portalón. Una palmada en la cabeza de Pucho que lo seguía
hasta el límite del cercado.
Por las noches era más
dificultoso desandar el camino, si además la lluvia hacía
acto de presencia, los problemas se multiplicaban. Cuando se daban
esas situaciones, que no eran las menos, las personas agudizaban su
ingenio. Contaban con tres referencias: la luna, los postes
esquineros del teórico alumbrado público y, los más
fiables, los juncos que bordeaban las zanjas que trascurrían
paralelas a la parte exterior de lo que alguna vez serían las
aceras. Por las acequias trascurrían toda la amalgama de
productos residuales. No eran excesivamente profundas pero, si
alguien tenía la desgracia de caer en ellas el problema que se
le avecinaba era el tener que salir, pues los juncos crecían
paralelos al cauce del agua, sus raíces siempre húmedas
carecían de consistencia y aguante. Por otra parte, el lecho
del pequeño lecho era el fango y los pies quedaban atrapados
en él.. después de la lluvia, aunque saliera el sol, la
situación no tenía tendencia a mejorar. El drenaje era
lento y el ras de la superficie solía elevarse sobre unos diez
centímetros del suelo, a la manera de convertirse todo en un
gran lago. La carencia de cloacas y sumideros terminaban por hacer el
resto. Todo era mirado desde el prima de la tranquilidad. Al nacer lo
habían visto de aquella manera y, aunque la mayoría de
los habitantes de aquella villa trabajaban en la capital y se daban
cuenta de las diferencias, les era inasumible verlo de otra manera. Y
en ese contexto lo situaban. No era fatalismo, era conformidad. A la
vez, nadie se sentía marginado.
La oleada de inmigrantes
españoles, rusos e italianos que se habían dejado caer
por la década de los cincuenta se habituó con facilidad
a la vida local, que dicho sea de paso, tampoco tenían nada
que perder. Aunque la naturaleza, las costumbres y el idioma eran
diferentes, la gente de origen era solidaria. Por otra parte, unos
iban en busca de otros, formándose así pequeños
guetos de distintas nacionalidades. La avanzadilla era el marido que
venía al país en busca de fortuna y guiado casi siempre
por la carta de un amigo o familiar que ya estaba instalado; este era
ayudado por los paisanos a construir la casa que posteriormente
habitarían los demás miembros a su llegada, ora de
madera, de adobe, de chapa y en algunas ocasiones, cuando el
presupuesto no lo impedía, de ladrillo. Acto seguido mandaba a
buscar a la mujer y a los hijos. Había otras variantes; el
recién llegado se instalaba en el hogar de algún
pariente, pasaba algún tiempo antes de encontrara trabajo, se
comparar un terrenito y edificase, pero a la par, tenía que
juntar dinero para enviar por sus familiares. Podían pasar
años antes de que todo estuviera a punto. No era la primera
vez que al cabo de un largo período se presentase la mujer con
los hijos habidos del matrimonio en busca del marido que partió
décadas antes, y que esta se llevase la sorpresa de ver que
había formado otro hogar.
Estas situaciones
paradójicas seguían pareciendo normales, aunque no lo
fueran para los recien llegados, que a la postre acabarían por
acostumbrarse a compartir padre y marido. La ausencia de papeles
oficiales y la carencia de objeciones después de las
prolongadas ausencias, hacían que en lo en un principio fuera
un problema socio moral, no fuera más que un aumento de
familia. Con el pasar del tiempo todos se aceptaban y no era extraño
que, el hijo europeo se enamorase de la hija americana o viseversa.
Todo normal.
VII
El ferrocarril General
Mitre funcionaba como todo lo estatal, mal. Lento e incómodo,
no llegaba nunca con el horario previsto. Cuando aparecía lo
hacía con la gente colgando de los estribos. Al llegar a la
estación, muchos pasajeros se veían obligados a apearse
por los enormes ventanales dado la imposibilidad de hacerlo por las
puertas Cualquier sitio era válido para realizar el trayecto.
La Mikado 141 cargaba de personas por ambos lados de la caldera sin
que los maquinistas pudieran impedirlo. Daba resoplidos, y con un
lento rugir y una grande humareda de color negro comenzaba la
andanada hacia su destino. Todos los sitios eran aprovechados. Se
daba prioridad a los niños y a las mujeres, y se reservaba
para ellos los mejores lugares de apoyo. A las seis de la mañana
la población productora ya estaba en marcha.
La industria contaba con
la mano de obra barata de la juventud, que a fuerza de dar su fuerza
de trabajo, perdían la inocencia antes de cumplir catorce
años. Ir colgado del estribo, sentarse de los ventanales o
mantener el equilibrio al lado de la humeante máquina era
soportable con el clima templado de la primavera, pero en cuanto
aparecían los primeros rigores otoñales, se hacía
casi sobrehumano aguantar el recorrido. No era la primera vez que un
pasajero se quedase sin fuerzas y fuera ayudado por los demás
que hacía piña para mantenerlo en equilibrio a base de
apretarlo. Todos eran cómplices de la absurda situación.
El sistema funcionaba a base de solidaridad. Hoy por ti, mañana
por mí. Aquel racimo de personas que se amontonaban alrededor
de unas enormes cajas andantes tenían asumido su papel,
pensaba Juan Domingo, aunque, y seguía en su pensamiento, no
se aplicara la regla de Confucio; si bien trabajaban y obedecían,
les era completamente imposible ahorrar. Conocían
completamente la situación, su situación, aunque no se
decidían a resolverla -seguía monologando Juan
Domingo-, nada, o casi nada, se podía hacer desde los andenes
de la estación. El obrero ya tenía suficientes
problemas con pensar en aguantar su puesto de trabajo, además,
no se daban unas expectativas halagüeñas, puesto que los
militares andaban preocupados.
Según los
milicos, un pelotudo iba tocando las narices por la altiplanicie del
Continente, con ideas de barbarie. Vagos y maleantes, se sumarían
sin pestañear y eso traería la anarquía. El
nerviosismo, pensaba Juan Domingo, es mal consejero en estos casos;
por otra parte, seguía pensando, se unían los poderes
fácticos de los diferentes gobiernos. Este tipo de alarma
provocada por cualquier grupo que tuviera ideas enfrentadas con el
poder establecido, era suficiente como para provocar una reacción
en cadena. Desde luego, nada, o casi nada se podía hacer desde
los andenes de la estación.
Giró sobre si
mismo y siguiendo la dirección contraria a las personas,
empezó a buscar la salida. Subió el puente que cruzaba
las vías que dividían Lanús este del oeste. En
la avenida J. V. Gonzalez esperó el trolebús.
VIII
¿ Qué te
pareció la idea de Juan Domingo ?, preguntó Cristina.
En estos tiempos, contestó Graciela, yo no me metería
en política. -No es política, simplemente es un
sindicato que está al servicio de la clase trabajadora. -
Cuando les pase algo, veremos quien es el lindo que le echa un
cable, seguía argumentando Graciela.
Juan Domingo fue bien
recibido en la C.G.O. En unos momentos de tensión interior
donde se aproximaba otra de las muchas escisiones, cualquier persona
que se apuntara era bien recibida. Sin saber de problemas internos,
Juan Domingo explicó su des-ilución por la condición
de la clase trabajadora, el sufrimiento cotidiano a la que se veía
sometida, el precio de los medios de trasporte, la carestía de
la vida, la falta de los medios más elementales para la
subsistencia...Le habían recibido a las nueve de la mañana,
y a las tres de la tarde se encontró hablando de los mismos
temas con don Raimundo, líder a la postre, de la facción
rebelde. Nadie había escuchado con tanta atención los
argumentos de Juan Domingo. Eran frescos, aunque de por si, hacía
muchos años que rondaban por el país. Estaban
explicados desde los argumentos de la nobleza, incluso desde aquella
parte que la política había olvidado, eran argumentos
sencillos y válidos, y explicados desde una forma sincera.
Una pizza en la oficina
para no perder el tiempo y continuar la conversación.
El preludio de lo que
tenía que pasar.
Aquella tarde telefoneó
a don Manuel. -No, no podré ir a las siete. Si, don Manuel. No
pasa nada. Mañana a la tarde estaré y le explicaré.
Dele recuerdos a doña Celia. Hasta mañana. Adiós.
A las ocho de la noche
se encontraba dialogando de aquel mismo día, se encontraba
dialogando con don Armando. Cuando sonó la puerta de la calle,
sus hijas quedaron sorprendidas al verle, sin embargo, don Armando
hacía mucho tiempo que temía la visita. Juan Domingo
les explicó pormenorizadamente la determinación que
había tomado. Afiliarse a la Central General Obrera, Les
comento que el mismísimo don Raimundo le había
escuchado; que juntos comieron una pizza y que formaría parte
de un mitín como tercer telonero, con quince minutos de tiempo
en el teatro de la Organización. Que el líder del
sector crítico le pareció una persona formidable y que
comprendía el resurgimiento de una facción nueva, dado
que el sindicato se encontraba a manos de Bandor, un colaboracionista
del régimen del General Onganía.
-¿Qué le
parece ?, preguntaba Juan Domingo con ganas de sentir muestras de
aprobación. Ni Cristina , ni Graciela contestaron, pero se les
notaba su pesar. Como mujeres intuían que afiliarse a
cualquier cosa que tuviera algo que ver, aunque de lejos, con
posturas denominadas de izquierdas no era bueno. Contestó por
los tres don Armando : -Mirá, Juan Domingo. Se lo que pensás
y como te sentís. Yo no creo en la fatalidad, pero las cosas
son como son.
No son buenos tiempos;
date cuenta de que los milicos viven de prestado por los gringos,
estos no dan nada por nada y les interesa que la cosa siga como hasta
ahora, con esta situación, no es tan solo por ligar de manos a
la clase trabajadora, que esto les va bien a unos pocos, (continuaba
don Armando), lo que pasa es que el barbudo les está tocando
donde suena, y eso les va mal a todos. Porque date cuenta, proseguía
don Armando, a Bandor se le acusa de colaboracionista porque aguanta
la situación para que de momento no haya manifestaciones,
porque sabe que a la primera de cambio se van las mitades a la calle
y las otras mitades entran en cana. Mirá los países
vecinos, mirá al oeste, mirá al norte...¿ qué
ves ?...Y vos te proponés subirte a un pedestal, cantar las
promesas de un tal Raimundo y erigirte en protector de la masa
social. Que este país no es lo mismo que Francia...Que allí
fueron los anarquistas los que llevaron la voz cantante...Que los
comunistas se les unieron más tarde y porque vieron que las
fábricas se pusieron al ladode los estudiantes. Mirá,
al que hacía milagros hace dos mil años que lo mataros,
y no lo olvidés, lo mataron por hacer milagros. Don Raimundo
no quiso proseguir pero una inmensa desazón le comenzó
a invadir. Supo desde aquel instante que Juan Domingo no volvería
a presentarse los fines de semana; que se habían acabado los
domingos, las charlas de teoría política y que además
perdía un hijo.
Fue el apretón de
manos más efusivo, los besos más recordados, las
miradas más temidas.. Prometió volver en cuanto
pudiera, comentó que el trabajo en los mitines era duro y solo
se podía arengar en día libre. Los domingos los tendría
desde ahora ocupados.
IX
Un papel azul sobresalía
de entre la puerta y el marco de su casa. Eran casi las doce de la
noche. No lo abrió, para qué, si ya se que es la boleta
del despido, pensó. Se asombraba de la rapidez con que actuaba
la empresa en caso de verse perjudicada.
Para el invierno del
sesenta y ocho, los disturbios estudiantiles eran cotidianos. Se les
represaliaba inmediatamente. Cerrábase la Universidad por unos
días, pero esto daba pie a que los estudiantes deambularan por
la capital con tiempo libre. Se les prohibía el agrupamiento
de más de cinco miembros juntos, aplicándose la ley de
reunión ilegal, y se les negaba el derecho de proclamar nada
bajo pena de de declararla manifestación clandestina.
Apostados en los lugares más representativos, las fuerzas
motorizadas cuidaban de un falso orden. El miedo unido a la
desilusión estaban presentes en el pueblo.
La Central General
Obrera facción “rebelde”, liderada por Raimundo, se
aproximaba a las directrices estudiantiles más progresistas.
La ruptura del sindicato fue un hecho y desde ese instante hasta
mediados del sesenta y nueve el malestar fue en aumento.
Pocos discursos fueron
suficientes para que Juan Domingo fuera conocido. Lo poseía
todo. Juventud, experiencia laboral, dominio de la dialéctica
y conocimiento pleno de las tésis de marcado carácter
socialista. Sus discursos eran populistas y recordaban
constantemente las vicisitudes de los marginados, las villas
miserias, los conventillos, la falta de los medios más
esenciales para subsistir, la carencia de higiene de la población
que venía a la ciudad en busca de una oportunidad y que se
hacinaba en los lugares más inverosímiles, containers,
caños de agua, puentes...
Don Manuel se quedó
sin ayudante. Pasaban los días sin que el portalón
ventanero de Juan Domingo se abriera. El sindicato se comía
prácticamente las horas del que hacía poco era erigido
como primer telonero de don Raimundo.
Para mayo del sesenta y
nueve todas las centrales sindicales estaban clausuradas, como lo
estaban también las asociaciones. Intervenidas sus propiedades
y confiscadas otras, los grupos asamblearios tenían que
juntarse a escondidas. Aprovechando la situación, el Gobierno
pregonizó una vuelta al corporativismo. Ninguna de las
centrales, y por supuesto la C.G.O. Dieron por zanjado el asunto,
antes más, por una vez juntaron sus fuerzas, de manera que
Juan Domingo le fue asignada la parte norte del país, por
cierto la más deprimida. Meses de asambleas, discursos,
mitines, concentraciones, persecuciones, enfrentamientos con
fracciones rivales, paralizaciones, movilizaciones...
Una reunión
clandestina con los máximos dirigentes de todas las centrales
sindicales proclamó la tan esperada huelga general. Juan
Domingo fue el encargado de comunicar que el trenta de mayo se
paralizaría toda la nación. El lema de la unidad obrera
era vital para el éxito de la misión. Lo que empezó
con ilusión se quebró al cabo de tres días. Los
obreros volvieron a sus lugares de trabajo. El Gobierno decretó
el estado de Sitio, amén de unos cuantos ajustes
ministeriales, con lo que confluyó la llamada paz social. El
país se comenzaba a restablecer.
Don Manuel se iba
enterando por la prensa de los avatares de su antiguo aprendiz, y
aunque no compartía todas sus ideas, cuando veía una
foto suya publicada, la recortaba. De vez en cuando pasaba por la
puerta de la vivienda de Juan Domingo a observar el portalón
de la ventana. Ahora las hierbas se iban apoderando lentamente de la
entrada. La verja de la puerta aparecía oxidada y toda la
barraca daba la impresión de abandono y de vacío, sin
embargo, jamás nadie se atrevió tocar nada de aquel
lugar.
A partir de la huelga
general todos los principios comenzaron a radicalizarse. Estudiantes
y obreros encontraron en aquellas manifestaciones nuevos principios
de resistencia. Se dejó de lado la postura del diálogo
y florecieron las batallas callejeras. Un grupo radical y violento
hizo eclosión en la Gran Capital : los Montoneros. Solo cuando
secuestraron y asesinaron a un ex-presidente (que lo había
sido en los años cincuenta), a Juan Domingo se le comenzó
a presentar las imágenes de la niñez.
Fue su última
visita a casa de don Armando. Había estado fuera casi un año.
Cuando se abrieron las puertas lo hicieron de par en par. Seis ojos
miraron de arriba a abajo a un hombre completamente cambiado. Fueron
explicando detalles, desgranando pormernores, comunicando
inquietudes. Por fin Juan Domingo hizo la pregunta: ¿ Qué
le ha parecido, don Armando ?
-Mirá. mi hijito
, vos querés que te conteste la pregunta más delicada.
¿qué me ha parecido el qué ?. ¿ Lo de la
huelga general, o lo de las manifestaciones ?, continuaba don
Armando, ¿ O te referías a tus discursos ?. Mirá,
mi hijito, los animales son más inteligentes que las personas,
así, cuando se sienten acechadas por algún peligro,
marchan. Sus genes les indican que para continuar y preservar su
especie han de olvidarse del orgullo; para los animales, que son más
inteligentes que las personas -insistía don Armando-,
prevalece el sentido común. Saben que han de seguir
multiplicándose y que no vale de nada enfrentarse a la
Naturaleza ni a los hombres. Por supuesto no hacen como vos, que te
enfrentás solo contra todos. Haceme caso, ¡ mandá
todo al carajo ¡, quedate acá. Onganía no
perdonará, pero si lo dejás tranquilo, el no moverá
ficha. No quiere más problemas. No te equivoqués. ¿
qué te parece que dijeron los obreros cuando les descontaron
tres días de salario?. No se acordaron de la C.G.O.. No. Se
acordaron de Raimundo, de Bandor y de vos; y para que te voy a contar
de los que se quedaron sin laburo. Estos serán a partir de
ahora tus enemigos. Y serán más radicales que los
milicos...-Se equivoca ud, don Armando, contestó Juan
Domingo, para añadir a continuación que hacía un
año que las cosas habían cambiado, que la gente estaba
con Raimundo y con él. Que el ideal de liberación haría
cambiar el mundo de injusticias...-El que se equivoca sos vos, y de
largo. Vos creés que la huelga general lo arregló todo.
¡ No te das cuenta
de que el pueblo está como está porque el sistema es
errado ¡. Mirá, para que la gente sepa lo que quiere
solo hace falta una cosa : educación, y es por eso por lo que
tendrías que luchar. Educación desde la base, no a
partir de los trenta años, ahora, proseguía don
Armando, lo único que temen los que están bajo el manto
del sindicato es quedarse sin trabajo. Sin educación desde un
principio jamás podréis conseguir nada. ¿ Acaso
ha habido aumento salarial ?. No. ¿ Porqué no ?, pues
porque los de arriba, sabían que vosotros, los de las
centrales, no podíais ofrecer garantías de nada. Porque
no formaís gente para un futuro, solo la preparaís para
acontecimientos. No habeís tenido en cuenta que la enseñanza
en este país no está pensada para aprender a vivir.
Habeís hecho como los saltamontes, pueden dar un salto muy
grande, si, pero jamás saben si van a caer a la boca del sapo.
A tu edad, deberías saber que los políticos interesan
más por lo que no hacen que por lo que prometen. En fin, yo me
formé con la idea de que las derechas, y por principios, eran
más corruptas que las izquierdas, pero me equivoqué.
Las izquierdas se mueven por los mismos resultados que las derechas.
Lo único importante es quien las dirige. Así que tres
días y a joderse; si mí hijito. Juan Domingo no sabía
que responder, además, no tenía ganas de discutir, el
argumento de don Armando era rebatible, pero desde su punto de vista
tenía su parte de razón. Solo pudo mirar de reojo a
las hermanas. Estas, que también le estaban mirando, solo
esperaban una respuesta conciliadora. -¡Quédate a dormir
acá, le rogó Cristina. No puedo, hace más de
diez meses que no paso por casa, argumentó Juan Domingo,
sabiendo que en aquellas circunstancias comprometía a la
familia.
Tenía la certeza
de todo había sido un sueño, un sueño cuyo final
estaba próximo a cumplirse. Para no hacer tenso el momento,
aceleró la despedida. Fue todo más rápido de lo
que el mismo esperaba.
X
No tenía trabajo
y la Central se encontraba clausurada. Que decir sobre los
correligionarios. Algunos se encontraban en paradero desconocido. En
la D.G.P., otros. Los que quedaron libres, o estaban en el paro o
querían suprimir todo contacto con los miembros sindicales. El
trabajo, claro. A la una de la madrugada (se había hecho tarde
la conversación con don Armando), lo que tenía claro
era que ponerse a caminar en dirección a su casa sería
un absurdo. Todo estaba patrullado.
Agarró el camino
del cementerio de Lanús y empezó a deambular por el
antiguo recorrido del colectivo número 3. Así pasó
el riachuelo; diez calles más allá el campo del club
Atlético, tiró hacia la derecha y volvió a
ascender. 9 de Julio. Plaza Sarmiento. La estación del tren.
Cuatro trenta de la madrugada. Se dirigió al Tres Carabelas.
Allí en esa misma silla de ese mismo bar, hace años,
muchos años, una vez, se sentó con su padre. Donde hay
amor de baile no hay amor de nada. Con él, su padre, fue la
primera y la última.
-Café con leche y
una facturita. Divisó desde lejos el titular del Crónica
en su primera edición : Livistone, General de las Fuerzas
Armadas, agarra las riendas de la nación. Otro cambio de
fotos, más de lo mismo y en las mismas circunstancias,-pensó-.
Pagó y dejó
el cambio. Cogió rumbo al andén. Mientras subía
los escalones del puente de hierro, empezó a mirar fijamente a
toda aquella gente agolpada en las andanadas. Ahora no lograba
distinguirlos. Si se concentraba al máximo podía ver
con alguna certeza cada una de sus caras expectantes, de la misma
manera, tenía la obligación de ver sus brazos, aunque
fuera de forma borrosa, pero no, no lograba distinguirlos. Sin
embargo, creía adivinar unas formas básicas redondeadas
en los extremos de los hombros. ¡ Claro ¡, -se dijo así
mismo Juan Domingo-, ¡ son las alas ¡. Para él,
volvía a repetirse la Historia, porque la Historia, le dijo
alguna vez don Armando, siempre se repite.
11
Ahora se encontraba
frente cientos de mariposas anhelantes, con miedo a caer a tierra, no
levantarse y perder su puesto de trabajo. Y se dio cuenta también,
que de la misma forma que habían venido, marcharían.
Que no cambiaría nada, que seguirían cumpliendo su
misión. Quizá también la de la Naturaleza
-pensó-, y que tendrían que concluir su ciclo, y por
supuesto y eso le hizo estremecer, con su condición larvaria.
Lentamente comenzó
a descender y sin mediar palabra se entremezcló con el gentío.
Ahora si que comenzaba a
descifrar aquel secreto de su juventud.
El rápido de las
cinco quince solía pasar a menos cuarto. Tenía tiempo,
el mismo tiempo que le sobraba en su primera juventud.
Paseando por las vías
se acordó de una frase que le comentó el padre Delgado
el día de su Primera Comunión : “ No quieras ser
demasiado justo ni demasiado sabio, ¿ para qué quieres
destruirte ?. (1).
Intentó
reflexionar.
Esta vez, el rápido
llegó pronto.
P.D : A las siete y
vente minutos de la mañana del día catorce, mes de
julio, año mil novecientos setenta, se levantó el
cadáver de un indocumentado. Trasladado a las dependencias del
Depósito Municipal del cementerio de Lanús. Se tramitan
las diligencias para su identificación. (2)
Por orden del Juez del
Distrito, se restablece el tráfico en la línea férrea
después del levantamiento del cuerpo.
- Eclesiastés, 7:16
- Diario Crónica. Pg sucesos. A 15 de julio de 1970
12
Felíz Navidad ...MIQUEL...!!!
ResponderEliminarUna història interessant y molt ben redactada.
ResponderEliminarBon nadal!
Felin Navidad MTRINIDAD
ResponderEliminarSalut
Una narració nadalenca, amb final com el qual ha de ser, FRANCESC,...poques vegades he vist que les coses acabin bé, i aquesta, no seria l'excepció.
Salut i Non Nadal de tot cor
A mi se me ha hecho corto, parece como si de alguna manera se pudiese continuar.
ResponderEliminarSalut, Miquel.
I per Nadal me l'he llegida.
ResponderEliminarMolt bon relat, Miquel. M'ha agradat com construeixes el personatge a partir dels fets socials i històrics, però sobretot, el discurs dels personatges que giren al voltant de Juan Domingo i que serveixen de contrapunt o de catalitzador en el seu desenvolupament personal i ideològic.
Bones festes, bon any i salut!
Muerto el protagonista JOSEP, se acabço la rabia...pero si, es cierto, gira mas en torno al hecho sociológico que no en el protagonista..
ResponderEliminarsalut Bon Badal
Són ben histórics ENRICH, he cuifdad de les dades i dels presidents..i dels noms..i dels llocs...Gracies per llegil la.
salut i bon Nadal
Perdó ENRIC...ostres ¡¡¡
ResponderEliminarVamos a ver Miquel........te crees que tras una buena resaca voy a tener ganas de leer ese tocho ... ??? jejejejejejeje
ResponderEliminarSaludos prenda ¡¡
Felices Fiestas ¡¡
Saut SENTIR ¡
ResponderEliminarsalut....
Miquel, no em referia tant als personatges i l'ambient històric com als personatges que giren al voltant de la vida de Juan Domingo (curiós el nom que has triat!): doña Flora, don Armando, don Manuel, Cristina, Graciela, don Raimundo...
ResponderEliminarTé moltes coses verídiques, moltes ENRIC H MARCH.
ResponderEliminarSalut
Muy bueno, tanto en el envase como en el contenido, cosa que no siempre sucede. Se lee facil y eso para mi es bueno, las fechas le dan momento exacto para visualizar los personajes,su evolución y su entorno. El menaje es real, triste pero real, los ejemplos son muchos.
ResponderEliminarUn saludo.
El mensaje y el menaje...
ResponderEliminarUn saludo..
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