El matadero donde la historia se repite (I)

I

A pesar de sus cuarenta y cinco mil habitantes y sus tres mataderos, en la ciudad todo el mundo sabía la vida de todos. Y eso que eran más los foráneos que los autóctonos.

La población se había enriquecido gracias a la producción porcina, a la fábrica de piensos y sobre todo, a sus lineas de matanza. Con ellas llegaron los camiones frigoríficos, las dos nuevas gasolineras, los talleres del frío industrial, los restaurantes de menú rápido, tres veterinarios y una industria creciente del ladrillo que afectaba de lleno a las poblaciones limítrofes.

Hubo momentos, que las lineas de matanza de los mataderos estuvieron compuestas por personas de trenta y dos nacionalidades diferentes. Allí la amalgama de colores, religiones, nacionalidades y maneras de pensar se homogeneizaban al toque de la sirena, y se complementaban cuando acababa la jornada.

En las líneas no había nadie que superara los novecientos cincuenta euros mensuales y el trabajo era duro. Se mataba unas mil cien cabezas.

Empezaban a las seis de la tarde y a las dos de la mañana se paraba la cinta. De martes a domingo, y el domingo a precio de jornada normal.

No existían los festivos.

En la ciudad jamás nadie me dijo nada en contra de los salarios bajos. Tampoco nadie se dirigió a mi para decirme que el domingo era festivo y el precio de las horas debía ser otro y no el de un jueves.

Y eso que yo iba a comer cada día a un restaurante renombrado, donde todo el mundo me conocía, y donde yo conocía a todo el mundo.

Como administrador de la crueldad, el dueño del restaurante me tenía reservado un lugar de privilegio, al fondo, a la izquierda, contra la pared y de cara a la entrada.

Y nadie decía nada. 

No había nada como ser responsable de RRHH del mayor matadero de la región, donde trajinaban no menos de trescientas personas en la capital de la zona.

En honor a la verdad, aquello era como controlar una manada de gatos, no sabían recibir órdenes, pero el dinero, por poco que sea, amansa las fieras.

Yo sabía de mi posición de privilegio, y lo utilizaba. Allí no había nativo que no sacara partido de las circunstancias. Porque circunstancia era que los añejos del lugar alquilaran su viviendas por habitaciones, de tal manera que podían pedir doscientos euros al mes por cada una, cocina y baño comunitario, y que se llevaran al saco mensual ochocientos euros sin declarar, por un piso en donde a duras penas podían vivir cinco personas, pero que en aquellas circunstancias se apiñaban hasta cuatro veces más.

Y nadie decía nada.

Y contento estaban los de las tiendas de comestibles, cuando venían las magrebies a buscar sacos de cinco kilos de patatas, o los del Senegal a por botellas de ocho litros de agua, o los peruanos en pos de kilos de puntas de pecho de cordero.

Todos vivían, incluso los talleres mecánicos, que apuntaron repuntes de reparaciones arreglando coches de tercera mano al que aún daban uso los obreros del entorno.

Y nadie decía nada.

Los colegios no cabían en si de gozo. La población infantil aumentó de tal manera que pudieron pedir una subvención para mejorar los existentes y hacer los planos futuros para otro, dando aún más importancia al nombre de la capital que empezaba a despuntar como foco de producción eminente.

Que decir de la alcaldía. No había fin de semana que la Plaza Mayor no se llenara de algarabía y bailes tradicionales, mientras los bares no daban la basto para atender tanta clientela sedienta venida de fuera.

Y nadie decía nada.

Ya en los albores del 2008, las exportaciones empezaron a descender. Se vendía un 30% menos

Ajusté las líneas en la misma proporción. Les quedaban dos años de paro.  Y me aumenté el sueldo conjuntamente con el de la gerencia; era hora de hacer previsiones  ante una posibilidad futura de quedarse en la estacada.

Y nadie decía nada.

En el 2009 nos fuimos al 50% menos de producción. Suprimí una linea entera, la otra la dejé al 80%.

Y nadie decía nada.

La crísis había entrado paulatinamente y afectaba por igual a los otros dos mataderos del entorno, y por ende, a la fábrica de piensos, a los transportistas y de rebote a los talleres.

La ciudad se convirtió en pueblo; se empezó a murmurar. 

Preguntas que jamás se habían formulado empezaban dando forma a un movimiento que a la postre resultó imparable: ¿Porqué habían tantos negros en la calle en horas de trabajo?, ¿Cómo es que los colegios daban libros gratis a los alumnos que sus padres estaban en el paro?, ¿Con qué derecho se atendía las necesidades de los de fuera antes que las nuestras?

Interiormente sabía que cualquier problema actual, por duro que fuera, habría perdido su sentido al cabo de diez años.

Siguieron las murmuraciones. Se convirtieron en partido político con el nombre de Plataforma.

Lo curioso, es que rasgándose las vestiduras, en la capital, hoy más sumida en pueblo, sacara escaños, porque obtuvo votos, tantos como aquellos que les fue muy bien tener mano de obra barata y consumidora, que eran mayoría.

Por cierto, yo también me tuve que despedir, ya no era bien recibido en el restaurante y me hacían culpable de que hubiera tanta gente en la calle sin un euro, euros que les venían muy bien cuando les pagaban el alquiler sin declarar, claro está.

Y la historia se repite; se que habrá perdido su sentido dentro de diez años.