En su escepticismo, Eduardo no tuvo más remedio que asentir que la temporada que estaba pasando era, sin lugar a dudas, de las peores que recordaba. La muerte de LLudry, el perro que adoptó junto a Beatriz, su señora, hacía más de tres años, había cerrado el broche de aquel ciclo que parecía no tener fin.
Sólo entonces, y a raíz de aquel suceso, aceptó la sugerencia de su mujer ¿Cómo entender que llevara más de cuatro meses sin que nadie picara a la puerta para ofrecerle un "bolo", un simple "bolo" de una actuación? , y menos a él, una persona que llevaba casi trenta años trabajando en el sector del espectáculo, que había tocado en las mejores orquestas; que era arreglista, compositor, titulado por el Liceo en piano, buen saxofonista, y conocedor de todos los entresijos de las noches de Las Palmas.
No le hacía gracia, ni creía en ello, pero probaría. No tenía nada que perder, porque a estas alturas debería tener la agenda llena y las contratas firmadas, como el año pasado, como los anteriores; todo iba tan bien que incluso un par de temporadas atrás compró un Roland RD700, .
Pero este año no, y desde hacía cuatro meses, menos. La decisión estaba tomada. Lo dejó todo en manos de ella.
No habían pasado 24 horas cuando Beatriz le comunicó donde debía dirigirse. Había hablado por teléfono con una amiga; esta le había dado una dirección, la misma que le entregó en mano.
Por lo que parecía, el único que podía darle una solución vivía en Ámsterdam. Eso decía su señora, que a su vez contaba con la fiabilidad de su amiga. Fiabilidad que no podía ponerse en duda, dado que ella había pasado por similares circunstancias.
No había teléfono de contacto, no había horario de cita previa, no había más que una dirección a nombre Manfred; una calle, un número, un piso y con él, un distrito postal.
Poco convencido, pero empujado por la necesidad del futuro incierto, compró un billete para el día siguiente a la ciudad de los tulipanes. No sabía cuando su vuelta, ni tan siquiera si encontraría aquel personaje. No reservó hotel, en todo caso, y a partir de lo que sucediera, lo haría desde allí.
Las Palmas de Gran Canaria /Ámsterdam. Clase turista. Ida. Maleta de mano. 75 € más tasas. Salida a las 8´25 de la mañana. Llegada sobre unas cuatro horas más tarde.
No hubo imprevistos. Encontrar la dirección le fue fácil; un día antes, junto a su mujer, en Las Palmas, había consultado un plano turístico de la ciudad.
Llegar hasta la casa bordeando canales le fue incluso terapéutico. Picó al timbre. La puerta se abrió.
-Pase, le estaba esperando. Eduardo se quedó sorprendido. Manfred hablaba un castellano correcto, con acento inglés, pero muy entendible. ¿Cómo que me estaba esperando?. Si, sabía que vendría.
Eduardo le explicó su situación palabra por palabra, sin dejar nada al margen, sin olvidar detalles de estos cuatro últimos meses pasados.
Su interlocutor era todo oídos. Cuando Eduardo acabó de contar desgracias, Manfred le ofreció un café.
Se quedó con el poso. Después de observarlo detenidamente le pidió que barajara unas cartas. Tal como iba pidiendo, Eduardo iba depositando boca arriba las figuras que iban saliendo. Ahora el rey de copas, el siete de espadas y el uno de bastos. Así hasta diez figuras puestas a la manera y antojo que iban cayendo sobre la mesa. No contento con aquello, le mandó tirar unas piedras sobre un tapete rojo.
Al final, Manfred soltó la frase que Eduardo esperaba con impaciencia: -Ya se lo que pasa. El problema está en un instrumento de cuerda que hay en tu casa. Pensativo, Eduardo respondió: -No tengo ningún instrumento de cuerda. Ninguno. Como instrumentos tengo un piano digital, un saxo tenor y un clarinete. La guitarra de mi mujer se perdió hace ya mucho tiempo en un hotel mientras actuaba y no volvimos a adquirir otra.
Eduardo, insistió Manfred, tu problema proviene de un instrumento de cuerda que tienes en la entrada de tu casa, frente a una baldosa que se mueve.
Eduardo dio un saldo de la silla. Se puso de pie y recordó que en la entrada de casa había una baldosa que se movía, que siempre había dejado para el día siguiente la tarea de cimentarla. Y que frente a esta, colgando de la pared había colocado un berimbau que encontró tiempo atrás, abandonado, al lado de un container.
LLama a tu mujer, que lo descuelgue y lo queme en un descampado. A de ser de inmediato. Y ahora te bañas aquí, en mi casa, con esta loción. Dame la toalla cuando acabes, yo me encargo de ella.
Acabada la ducha y habiendo hablado por teléfono con Beatriz, Eduardo le preguntó cuanto le debía. Nada, fue la respuesta, no puedo cobrarte. Cuando vuelvas a visitarme, que lo harás para explicarme como te va todo, me invitas a una comida.
No encontró viaje de vuelta para aquel día; pudo lograrlo para el siguiente, a las 7´40 había conseguido vuelo para Las Palmas de Gran Canaria.
Pasó la noche en el B&, unos apartamentos con vistas a la ciudad, pero no pegó ojo pensando en cómo aquel hombre, a más de tres mil kilómetros de allí, podía saber que en su casa había una baldosa suelta en el suelo, y para más inri, en la entrada.
Cuatro horas y cuarto y el avión tomó tierra sin más novedad de que el día se presentaba lluvioso.
Nada más dirigirse a la gua-gua que le llevaría a poca distancia de donde vivía, un grito lejano le hizo pararse.
¡Eduardo¡ hombre¡ ...¡que casualidad¡. Al otro lado de la calle la voz del Sr Contreras, viejo conocido; empresario, dueño de una pequeña cadena de hoteles en las islas. Estaba pensando en algo diferente, le dijo en voz alta, casi a gritos, para esta temporada, al verte se me ha ocurrido que un pianista sería lo ideal, pero tiene que ser ya, continuó, no puedo esperar, acabo de abrir el recinto de Más Palomas. Venga, no digas que no. Cojamos un taxi. Te llevo a casa, saludas a tu mujer y marchamos al hotel para preparar la sala...Ahhh el piano lo pones tu. Mañana empiezas.
PD: Todo lo acontecido es real. Hay pequeñas diferencias de horarios y de nombres; doy fe del suceso.